Voy a tu encuentro. Las ventanillas un poco abiertas hacen un ruido atronador. La escasa brisa del verano entra por la rendija y oculta el sonido de la radio. No me importa. Entra en el coche y lo inunda del olor (hedor, según tú) a estiércol y girasoles secos. La carretera no es demasiado intrincada, pero serpentea por entre colinas, cerros y campos de girasoles secos. Si hace algo de fresco es por mera casualidad, pues este final de julio está siendo sofocante. Quizá algo menos aquí, en mitad de la campiña, que en la ciudad, donde dicen que el uso masivo de aire acondicionado recalienta el aire aún más. ¿Dicen? Lo comentaste tú una vez, y yo te creo. He de adelantar, con sumo cuidado pero veloz, un tractor. Lo conduce un anciano, o un hombre de mediana edad encanecido y con la piel curtida. Así la pone el campo, tanto como el mar, a sus trabajadores, como suelen decir en mi casa. Puede que baje en el próximo pueblo y compre algo de su vino, o tome un café y vaya a ver la iglesia, si está abierta.
Esta carretera transcurre
paralela a la autovía, y aunque vaya a tu encuentro no tengo prisa. Al menos ya
no. Aparece al fondo, mira, una mancha de cal, blanca y coronada por su hermoso
campanario. Todos estos pueblos, tan parecidos y hermosos, no me cansan. Todos ellos
parecen haber crecido iguales, alrededor de esta carretera que los atraviesa,
bordeándola, convirtiéndola en un escaparate de forasteros al que asomarse
desde las terrazas. Desde los bares, terrazas y portales, donde asoman –sobre
todo– ancianos y ancianas, y bombonas de butano naranjas, y perrillos que se
rascan sobre el asfalto mellado. Todos tan iguales y distintos. Unos, como
este, con una iglesia de Santa María y una hacienda de época árabe. Otros, como
aquel de más adelante, con un puente romano sobre un fino río verduzco, oculto
bajo zarzas, aún cumpliendo su función. Sé lo mucho que te gustan los puentes;
bueno, ya te hablaré de él cuando nos encontremos.
Se acerca el medio día,
se nota en la carretera. Aquí veo merenderos en los pequeños bosques, que son
pocos en este océano de cultivos –lo cual da nombre de campiña a la campiña–,
repletos de familias con neveras y sillas y mesas plegables. Con el sol en lo
más alto del cielo, golpeando con fuerza el techo de esta chatarra que
conduzco, la carretera parece encharcada. No hablo de baches inundados por
alguna razón, sino de una fina laguna horizontal, que a veces se separa en
líneas brillantes, como un espejo ondulado reflectando luz. Es un espejismo,
¿no? Una aparición habitual en los días como hoy, en los lugares como este. La
campiña en sí parece un espejismo, y en ella cada árbol, casa o ermita
solitarias que se alzan sobre los cultivos, ahora secos y amarillentos.
Observo acercarse un
viejo y abandonado apeadero de ladrillo. Cruzo las vías del tren, las siento
bajo las ruedas, conquistadas por arbustos de flores amarillas. Me apena
comprobar que me he confundido, he tomado la salida incorrecta y ahora bordeo
el pueblo, no lo atravieso, sino lo rodeo por esta carretera nueva que pretende
facilitar el viaje. Una carretera nueva y lisa, esto puede verse en el negro
reciente del alquitrán. A espaldas de las casas. A espaldas del pueblo. No hay
escaparate de forasteros, pero sin duda lo soy. Yo solo frente al camino
serpenteante, solo como en otras ocasiones sin apeaderos, puentes romanos,
ermitas o girasoles secos. Siento tenso el pie del acelerador. El cuello vuelve
a molestarme. Tengo prisa, sí, por llegar y verte. ¿Pero qué opción escoger,
cuando llegue el momento? ¿Los olivares y dehesas, la frontera y las encinas
solitarias? ¿O la marisma, el júbilo marinero junto a las tablas del muelle?
Te digo: ¿qué importa?
Llegado el momento, siempre podré escoger verte. Pero mayo viene, y el azahar
caído se pudre sin que nadie lo pise. Mi pecho duele, como mi cuello agarrotado
y mis manos cansadas, inclinado todo sobre este escritorio. Te ríes, desde la
distancia, de esta costumbre de especie de voyeur, pero el único viaje posible es
de ventana en ventana, de risa ajena a discusión vecina, de cielo gris a
fachada enmohecida, mes tras mes con la oreja pegada al patio de luces.