Si la luz no tiene cristal que traspasar
reposa más sencilla su piel sobre la mía,
se extiende como lengua sobre el suelo
de fresco mármol entre sillas vacías.
Mal recostado en un sillón de mimbre,
leo en los colores pálidos de la mañana,
en el apagado sonido de las fuentes,
en la puerta que se cierra, el fin de agosto.
Como dijo el magno Wallace Stevens,
sobre esta silla dejó su vestido antes
de marcharse por el portón oxidado;
ella que esta vez se fue para siempre.
Conmigo marcha la blanca petunia,
la mixtura del pinar y el agua salada,
el invisible infinito que se oculta, codiciado,
más allá del azogado horizonte.
Pero con ella marchó todo, aquel enero;
el juego de pureza y honestidad perenne,
los dibujos de marinas colgados con chinchetas,
una belleza que llevaba en sí la belleza toda.
Si la luz entra sin filtros la recibiré gozoso.
Si entra con ella un fresco aire salino
sabré que en mí vive lo ido y marcharé
con ella siempre, a ciegas, a donde ella diga.