jueves, 30 de abril de 2020

Porque la noche es un océano amargo


Porque la noche es un océano amargo
y en él nado todos los días;
aunque me acueste muerto de risa
y con el pecho hundido en amor sencillo,
las inevitables lágrimas se secan
en mi rostro pronto agarrotado,
como cera seca con la forma
del terror más puro, casi conceptual.
Cuando este cuarto cada vez más vacío
queda solo iluminado por la televisión
del vecino de en frente, y solo ya puedo
centrarme en el dolor de músculos cansados,
la noche se transforma en un océano amargo
que abarca, inunda, gotea sobre todo,
y en ella nado todos los días.
Entonces a los pies del tálamo (la cama)
veo el niño que fui, todavía ajeno a la potencia
de la voluntad humana, humillado (patético),
sádico (patético), con su juguete favorito
de plástico en el bolsillo. Saca el juguete
para mirarlo con ternura y arrugar sus formas
acercando la llama de un mechero,
arrancar sus extremidades inflexibles,
incapaz de prever la irreversibilidad.
Tras él, tú. A quien dirijo esta demostración
de debilidad en verso, quien desde hace
años te has erigido como diosa punitiva
alzada en plena noche, cuando el océano
está más tormentoso. No puedo negar
la forma de maza que adquiere tu desprecio,
pues golpea con fuerza astillando el débil
conjunto de mis huesos, silenciándome.
Tú, cara deforme por la cercanía de la llama
de mi mechero, de brazos y piernas separándose
y multiplicándose, trepando los sucios muros
sobre los que se apoyan mi cama y mis libros.
Te aseguro, te prometo, te juro que arrodillo
al bañista nocturno, quizá lo haga una descarga,
quizá un trueno, quizá un golpe de maza esperado.
Y si la noche es un océano amargo inundando,
goteando, abarcándolo todo, el día no es menos,
pero por él camino solo con mi voluntad humana
temiendo ahogarme a los pies de tu imagen
(probable tras cada esquina, en cada banco)
y que el agua amarga me hinche y amorate
y deba caminar así para siempre.

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