martes, 28 de septiembre de 2021

680

 

El anciano rey movía un fino hueso de un lado al otro del plato. Un joven y delgado paje, de pie junto a la puerta cerrada, lo observaba. Este, llamado Braulio, pensaba en la expresión del rostro del viejo, que transmitía cierta melancolía y quizá resignación. Se hacía tarde. Llevaba dos horas escanciando vino de una jarra de barro que había preparado como le habían ordenado que lo hiciera. Pero el rey no se dormía, y sus suspiros de viejo triste lo empezaban a exasperar.

De pronto, escuchó tres golpes suaves en la madera de la puerta. Alguien, en el pasillo, también comenzaba a impacientarse. Braulio decidió actuar.

–¿Le sirvo más vino, majestad? –preguntó, pero antes de recibir respuesta corrió a por la jarra de barro. Rellenó la regia copa y se retiró a su puesto con una reverencia. No comprendía cómo seguía despierto. Dos horas duraba ya la cena del monarca, de las cuales una la había pasado con el hueso en la mano, observándolo con minuciosidad, como si fuera la reliquia de San Antolín. Suspiraba y cabeceaba, sin llegar a caer inconsciente. A veces balbuceaba frases que Braulio no se esforzaba por comprender; otras, sencillamente, agitaba la copa para pedir más vino.

Una vez más, Braulio vio cómo el viejo se llevó a los labios el oscuro caldo, dando un largo sorbo, y cómo una fina línea del líquido le resbaló por la barbilla. Tras el profuso trago, se dirigió al paje, esta vez articulando las palabras:

–¿Recuerdas, Braulio –dijo, arrastrando las erres– cómo llegó Paulo a Toledo?

–Lo recuerdo, majestad –contestó el paje, que no tenía ganas de conversar, pero debía evitar sospechas.

–Qué extraño –continuó el viejo– ¿acaso estabas allí?

–Sí, majestad. ¿No lo recuerda? Yo os acompañaba. Aún era un niño.

–¿Recuerdas –volvió a preguntar, interrumpiendo a Braulio– cómo lo paseamos por la ciudad, desnudo y afeitado?

–Sí, majestad –contestó, sombrío, el paje.

–Lo coronamos como el traidor que era –dijo, entre riendo y tosiendo–, con una raspa de pescado. ¡Cómo apestaba!

Braulio escuchaba y miraba, expectante. Observaba cómo se balanceaba el encogido cuerpo del anciano, envuelto en una túnica gris; sus torpes movimientos de manos sobre la mesa, la risa entrecortada por la tos, las gotas de sudor sobre su frente… Sintió cómo el cansancio se apoderaba de sus ojos, entrecerrándolos; la caldeada atmósfera de la estancia lo acunaba, pero entonces descubrió la penetrante mirada de su amo sobre sus ojos. Parecía sereno. Había aplacado la tos y ya no reía.

–¿Recuerdas, Braulio, adónde lo enviamos? –preguntó.

–¿A don Paulo, majestad? –respondió el paje–. A un monasterio en la Gallaecia.

–Sí, es cierto… –murmuró el rey–. Le envidio, ¿sabes, Braulio?

Braulio lo miró, sorprendido, pero no dijo nada.

–Envidio a ese traidor de Paulo –continuó el viejo–. Desde que fijamos su destino allí en Toledo. Desde que nos decidimos enviarlo a la Gallaecia, apartarlo de nuestro camino. Lo envidio, aunque sea pecado mortal.

–Mi señor Wamba, ¿por qué dice eso? –dijo Braulio.

–Y el pobre desgraciado bramaba, ¡cómo bramaba!, mientras le arrastrábamos a aquel monasterio…

La cabeza del anciano Wamba fue inclinándose sobre la mesa. Su voz fue apagándose conforme se cerraban sus ojos. Al fin, se quedó dormido. El paje se acercó con cuidado a comprobar que de verdad estaba inconsciente. Así era, así que acudió a la puerta, la abrió y avisó a quienes esperaban en el pasillo.

Dos hombres armados, dos religiosos y tres pajes entraron. Estos últimos depositaron sobre la mesa un atadijo de tela oscura, un balde con agua y una navaja afilada. Los otros cuatro rodearon al durmiente monarca y, muy quietos, lo observaron durante un instante. Se miraron entre ellos en silencio, hasta que uno de los religiosos, el de mayor rango, llamado don Julián, dijo:

–No hay tiempo que perder.

E hizo una señal a los pajes, que comenzaron a desvestir al anciano y a colocarle las ropas que habían traído.

–¿Será suficiente, excelencia? –preguntó uno de los hombres armados.

–Funcionó con Paulo y funcionará con Wamba –contestó el religioso, cruzando las manos bajo las mangas de su hábito–. No temas, Ervigio. En pocos días serás rey.

Ervigio contempló satisfecho y en silencio cómo vestían al inerte Wamba. Uno de los pajes humedeció la navaja y comenzó a rasurar la canosa cabeza.

 

El sol caía con fuerza sobre Pampliega. Un dinamismo inusual se percibía entre los monjes de San Vicente. Don Julián apareció, vestido de blanco, bajo los arcos del claustro. Buscó con la mirada entre los hombres que por allí pululaban, pero aquel a quien buscaba no se encontraba en ese patio. Salió del recinto y caminó hacia el bosque. Allí, sentado en las raíces de un castaño, se encontraba el anciano Wamba.

–Terminemos con esto –dijo don Julián, y extendió un pergamino hacia las manos del otro.

Wamba tomó con decisión el documento. Sonreía al imponer su rúbrica al pie de un extenso texto que no se detuvo a leer. Dijo, mientras se pasaba la mano desde la frente a la coronilla tonsurada:

–Ya no pesa… Ya no siento el óleo que tú mismo impusiste un día sobre este arrugado cráneo. Ya no pesa…

Don Julián envolvió el pergamino y lo escondió en la manga. Dio media vuelta y se encaminó hacia el monasterio. Trató de centrarse en los quehaceres que le aguardaban en Toledo, pero le turbaba el sonido de la risa atragantada que dejaba a sus espaldas.

 

TOMÁS, REY PESCADOR

 

A las puertas del palacio real, en una Nápoles oscurecida por el humo y la violencia, aguardaba Tomás Aniello, pescador y líder de la plebe sublevada, a que algún enviado del virrey le permitiera pasar.

«Monseñor Filomarino –pensaba– es bien conocido y respetado entre todos los napolitanos, pero ¿acaso he de fiarme de nadie, en estas circunstancias? No sé si ha sido buena idea concertar esta cita. Estoy agotado y, no obstante, soy incapaz de dormir. No por la algarabía nocturna de mis vecinos, sino por la cólera que a todos nos enfebrece. No por los lengüetazos de luz que el fuego da sobre los muros de mi cuarto, ni por los lejanos y arbitrarios disparos de arcabuz, sino por esta amalgama de terror, algazara e inquina que nos corroe. Estoy verdaderamente cansado, pero no puedo dormir.

Antes era, a veces, el rugido de mis entrañas el que me impedía conciliar el sueño. Si cualquier desdichado día no había pesca suficiente, no había moneda y no había pan. Así es la vida porque Dios lo ha querido. Pero ahora la moneda ni siquiera alcanza para un negro mendrugo o una manzana, pues un mezquino tirano ha decidido agrandar su palacio, o hacerse retratar por el Spagnoletto, o cubrir su lecho con un dosel bordado en oro. La gabela es un arma mortífera en manos del mal gobierno.

No sé si me arrepiento de haberle dicho esto a aquel oficial delante de toda la plaza del Mercado. Creo que no. ¿Sabe el rey Felipe, nuestro señor, lo que hace el duque de Arcos con sus súbditos?, le dije también. ¿Ha olvidado lo que los napolitanos han luchado, desde los gloriosos tiempos del Emperador?, continué diciendo, mientras me percataba del atento y creciente público que nos rodeaba. Corté de raíz la vergüenza que me brotaba y seguí increpando al recaudador. Tengo grabadas a fuego en la memoria las miradas de todos ellos: la sospecha en la de los soldados que se acercaron, los encendidos ojos de la masa harapienta que me rodeaba, y que a mi señal se abalanzaron contra todo.

No, no me arrepiento. Tampoco de lo que sucedió después. Con enorme placer y expectación vi cómo los cuarteles, las oficinas de la gabela y las cárceles ardían. A todo aquel que osara hablar contra el pueblo de Nápoles lo arrastramos hacia las llamas. Sentí el poder que otorga el saberse temido. Entretanto acorralábamos al virrey y sus soldados, recordé a mi padre, pescador amalfitano, y cómo siempre le reproché, en secreto, que decidiera venir a esta ciudad hacinada. Entonces empecé a sentirme cansado. Por eso recibí con gozo la propuesta de abolir la gabela, de terminar con todo, que el virrey me había hecho llegar.

¡Persistiremos!, dije, al fin, a la multitud. ¡No cederemos hasta que todas las antiguas libertades que el Emperador nos concedió sean restauradas!, clamé. Y era mi voz la que resonaba, y mi piel la que se encrespaba, pero no eran mis palabras, sino las que el sibilino Genoino me había susurrado. Ya pendían las espadas de nuestros cintos y los arcabuces de nuestros hombros, dispuestos a asaltar la fortaleza donde se había refugiado la corte, cuando apareció monseñor Filomarino. Su sola presencia templó los ánimos. Besé su mano, que luego posó en mi hombro con simpatía; conversamos durante varias horas y, finalmente, me convenció.

He pasado una larga noche en vela. Los ojos pesan. La piel de la cara, las extremidades y la espada pesan. Pienso en el silencio, el frío y la luz que durante el amanecer bañan el golfo, mientras extraigo las redes del mar, este mar que nos trae la amenaza del turco y la peste, el aceite siciliano, el grano y los peces. Sueño despierto con el lecho donde yace mi mujer, que me espera, ahora que un soldado me conduce al interior del palacio…».

Tiempo después, un hombre lee en voz alta al gentío reunido en la plaza sevillana de San Francisco:

–¡Aviso y relación verdadera del levantamiento de la ciudad de Nápoles, ocurrido en julio de 1647, y de cómo fue muerto su caudillo el lunático tirano llamado Masaniello! El 7 de julio del año de Nuestro Señor de 1647, en la ciudad cabeza del reino de Nápoles, durante las fiestas de Santa María del Carmen, un tumulto liderado por el pescador Tomás de Amalfi, llamado Masaniello, se levantó en armas contra los oficiales de su Majestad, causando gran miedo y alboroto. Gritando «¡abajo la gabela!» iniciaron una sangrienta contienda en la que perecieron más de cincuenta soldados españoles, no sin antes estos haber enviado al infierno a más de mil traidores. El virrey, don Rodrigo Ponce de León, duque de Arcos, no queriendo derramar más sangre y viendo con tristeza cómo su ciudad perecía bajo las llamas, mandó llamar al caudillo de los rebeldes, el pescador llamado Masaniello, para firmar una tregua.

El orador hizo una pausa para tomar aire, se regocijó ante la preocupación y curiosidad que había generado entre sus espectadores, y continuó:

–El pescador fue nombrado representante de la plebe con la bendición del cardenal monseñor Ascanio Filomarino y salió aclamado del palacio real. Al día siguiente, según testigos fieles de lo que aquí se cuenta, Masaniello perdió el juicio, vistiéndose con toga dorada, coronándose rey de Nápoles y ordenando ajusticiar a cientos de sus antiguos camaradas. El tirano planeó derruir las casas de la collación donde habitaba para construir un palacio, pero antes de que siguiera atormentando con su necedad, un grupo de rebeldes lo capturaron, decapitaron y desmembraron. La ciudad de Nápoles festejó durante una semana la justicia ejercida sobre el lunático Masaniello y el fin de la peste de la rebelión contra Su Majestad. Dios se acuerde siempre de sus hijos caídos por el rey.

Plegó la cuartilla entre sus manos y respiró. Escuchó, entonces, cómo un suspiro de alivio recorría la plaza.