A las puertas del palacio real, en una Nápoles oscurecida por el humo y la violencia, aguardaba Tomás Aniello, pescador y líder de la plebe sublevada, a que algún enviado del virrey le permitiera pasar.
«Monseñor Filomarino –pensaba– es bien conocido y
respetado entre todos los napolitanos, pero ¿acaso he de fiarme de nadie, en
estas circunstancias? No sé si ha sido buena idea concertar esta cita. Estoy
agotado y, no obstante, soy incapaz de dormir. No por la algarabía nocturna de
mis vecinos, sino por la cólera que a todos nos enfebrece. No por los lengüetazos
de luz que el fuego da sobre los muros de mi cuarto, ni por los lejanos y
arbitrarios disparos de arcabuz, sino por esta amalgama de terror, algazara e
inquina que nos corroe. Estoy verdaderamente cansado, pero no puedo dormir.
Antes era, a veces, el rugido de mis entrañas el que
me impedía conciliar el sueño. Si cualquier desdichado día no había pesca
suficiente, no había moneda y no había pan. Así es la vida porque Dios lo ha
querido. Pero ahora la moneda ni siquiera alcanza para un negro mendrugo o una
manzana, pues un mezquino tirano ha decidido agrandar su palacio, o hacerse
retratar por el Spagnoletto, o cubrir su lecho con un dosel bordado en oro.
La gabela es un arma mortífera en manos del mal gobierno.
No sé si me arrepiento de haberle dicho esto a aquel
oficial delante de toda la plaza del Mercado. Creo que no. ¿Sabe el rey Felipe,
nuestro señor, lo que hace el duque de Arcos con sus súbditos?, le dije también.
¿Ha olvidado lo que los napolitanos han luchado, desde los gloriosos tiempos
del Emperador?, continué diciendo, mientras me percataba del atento y creciente
público que nos rodeaba. Corté de raíz la vergüenza que me brotaba y seguí increpando
al recaudador. Tengo grabadas a fuego en la memoria las miradas de todos ellos:
la sospecha en la de los soldados que se acercaron, los encendidos ojos de la
masa harapienta que me rodeaba, y que a mi señal se abalanzaron contra todo.
No, no me arrepiento. Tampoco de lo que sucedió
después. Con enorme placer y expectación vi cómo los cuarteles, las oficinas de
la gabela y las cárceles ardían. A todo aquel que osara hablar contra el pueblo
de Nápoles lo arrastramos hacia las llamas. Sentí el poder que otorga el
saberse temido. Entretanto acorralábamos al virrey y sus soldados, recordé a mi
padre, pescador amalfitano, y cómo siempre le reproché, en secreto, que
decidiera venir a esta ciudad hacinada. Entonces empecé a sentirme cansado. Por
eso recibí con gozo la propuesta de abolir la gabela, de terminar con todo, que
el virrey me había hecho llegar.
¡Persistiremos!, dije, al fin, a la multitud. ¡No
cederemos hasta que todas las antiguas libertades que el Emperador nos concedió
sean restauradas!, clamé. Y era mi voz la que resonaba, y mi piel la que se encrespaba,
pero no eran mis palabras, sino las que el sibilino Genoino me había susurrado.
Ya pendían las espadas de nuestros cintos y los arcabuces de nuestros hombros,
dispuestos a asaltar la fortaleza donde se había refugiado la corte, cuando
apareció monseñor Filomarino. Su sola presencia templó los ánimos. Besé su mano,
que luego posó en mi hombro con simpatía; conversamos durante varias horas y,
finalmente, me convenció.
He pasado una larga noche en vela. Los ojos pesan. La
piel de la cara, las extremidades y la espada pesan. Pienso en el silencio, el
frío y la luz que durante el amanecer bañan el golfo, mientras extraigo las
redes del mar, este mar que nos trae la amenaza del turco y la peste, el aceite
siciliano, el grano y los peces. Sueño despierto con el lecho donde yace mi
mujer, que me espera, ahora que un soldado me conduce al interior del palacio…».
Tiempo después, un hombre lee en voz alta al gentío
reunido en la plaza sevillana de San Francisco:
–¡Aviso y relación verdadera del levantamiento de la
ciudad de Nápoles, ocurrido en julio de 1647, y de cómo fue muerto su caudillo
el lunático tirano llamado Masaniello! El 7 de julio del año de Nuestro Señor
de 1647, en la ciudad cabeza del reino de Nápoles, durante las fiestas de Santa
María del Carmen, un tumulto liderado por el pescador Tomás de Amalfi, llamado
Masaniello, se levantó en armas contra los oficiales de su Majestad, causando
gran miedo y alboroto. Gritando «¡abajo la gabela!» iniciaron una sangrienta
contienda en la que perecieron más de cincuenta soldados españoles, no sin
antes estos haber enviado al infierno a más de mil traidores. El virrey, don
Rodrigo Ponce de León, duque de Arcos, no queriendo derramar más sangre y
viendo con tristeza cómo su ciudad perecía bajo las llamas, mandó llamar al
caudillo de los rebeldes, el pescador llamado Masaniello, para firmar una tregua.
El orador hizo una pausa para tomar aire, se regocijó
ante la preocupación y curiosidad que había generado entre sus espectadores, y continuó:
–El pescador fue nombrado representante de la plebe
con la bendición del cardenal monseñor Ascanio Filomarino y salió aclamado del
palacio real. Al día siguiente, según testigos fieles de lo que aquí se cuenta,
Masaniello perdió el juicio, vistiéndose con toga dorada, coronándose rey de
Nápoles y ordenando ajusticiar a cientos de sus antiguos camaradas. El tirano
planeó derruir las casas de la collación donde habitaba para construir un
palacio, pero antes de que siguiera atormentando con su necedad, un grupo de
rebeldes lo capturaron, decapitaron y desmembraron. La ciudad de Nápoles
festejó durante una semana la justicia ejercida sobre el lunático Masaniello y
el fin de la peste de la rebelión contra Su Majestad. Dios se acuerde siempre
de sus hijos caídos por el rey.
Plegó la cuartilla entre sus manos y respiró. Escuchó,
entonces, cómo un suspiro de alivio recorría la plaza.
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