El anciano rey movía un fino hueso de un lado al otro
del plato. Un joven y delgado paje, de pie junto a la puerta cerrada, lo observaba.
Este, llamado Braulio, pensaba en la expresión del rostro del viejo, que
transmitía cierta melancolía y quizá resignación. Se hacía tarde. Llevaba dos
horas escanciando vino de una jarra de barro que había preparado como le habían
ordenado que lo hiciera. Pero el rey no se dormía, y sus suspiros de viejo triste
lo empezaban a exasperar.
De pronto, escuchó tres golpes suaves en la madera de
la puerta. Alguien, en el pasillo, también comenzaba a impacientarse. Braulio
decidió actuar.
–¿Le sirvo más vino, majestad? –preguntó, pero antes
de recibir respuesta corrió a por la jarra de barro. Rellenó la regia copa y se
retiró a su puesto con una reverencia. No comprendía cómo seguía despierto. Dos
horas duraba ya la cena del monarca, de las cuales una la había pasado con el
hueso en la mano, observándolo con minuciosidad, como si fuera la reliquia de
San Antolín. Suspiraba y cabeceaba, sin llegar a caer inconsciente. A veces
balbuceaba frases que Braulio no se esforzaba por comprender; otras,
sencillamente, agitaba la copa para pedir más vino.
Una vez más, Braulio vio cómo el viejo se llevó a los
labios el oscuro caldo, dando un largo sorbo, y cómo una fina línea del líquido
le resbaló por la barbilla. Tras el profuso trago, se dirigió al paje, esta vez
articulando las palabras:
–¿Recuerdas, Braulio –dijo, arrastrando las erres–
cómo llegó Paulo a Toledo?
–Lo recuerdo, majestad –contestó el paje, que no tenía
ganas de conversar, pero debía evitar sospechas.
–Qué extraño –continuó el viejo– ¿acaso estabas allí?
–Sí, majestad. ¿No lo recuerda? Yo os acompañaba. Aún
era un niño.
–¿Recuerdas –volvió a preguntar, interrumpiendo a Braulio–
cómo lo paseamos por la ciudad, desnudo y afeitado?
–Sí, majestad –contestó, sombrío, el paje.
–Lo coronamos como el traidor que era –dijo, entre
riendo y tosiendo–, con una raspa de pescado. ¡Cómo apestaba!
Braulio escuchaba y miraba, expectante. Observaba cómo
se balanceaba el encogido cuerpo del anciano, envuelto en una túnica gris; sus
torpes movimientos de manos sobre la mesa, la risa entrecortada por la tos, las
gotas de sudor sobre su frente… Sintió cómo el cansancio se apoderaba de sus
ojos, entrecerrándolos; la caldeada atmósfera de la estancia lo acunaba, pero
entonces descubrió la penetrante mirada de su amo sobre sus ojos. Parecía sereno.
Había aplacado la tos y ya no reía.
–¿Recuerdas, Braulio, adónde lo enviamos? –preguntó.
–¿A don Paulo, majestad? –respondió el paje–. A un
monasterio en la Gallaecia.
–Sí, es cierto… –murmuró el rey–. Le envidio, ¿sabes,
Braulio?
Braulio lo miró, sorprendido, pero no dijo nada.
–Envidio a ese traidor de Paulo –continuó el viejo–.
Desde que fijamos su destino allí en Toledo. Desde que nos decidimos enviarlo a
la Gallaecia, apartarlo de nuestro camino. Lo envidio, aunque sea pecado
mortal.
–Mi señor Wamba, ¿por qué dice eso? –dijo Braulio.
–Y el pobre desgraciado bramaba, ¡cómo bramaba!,
mientras le arrastrábamos a aquel monasterio…
La cabeza del anciano Wamba fue inclinándose sobre la
mesa. Su voz fue apagándose conforme se cerraban sus ojos. Al fin, se quedó
dormido. El paje se acercó con cuidado a comprobar que de verdad estaba
inconsciente. Así era, así que acudió a la puerta, la abrió y avisó a quienes
esperaban en el pasillo.
Dos hombres armados, dos religiosos y tres pajes
entraron. Estos últimos depositaron sobre la mesa un atadijo de tela oscura, un
balde con agua y una navaja afilada. Los otros cuatro rodearon al durmiente
monarca y, muy quietos, lo observaron durante un instante. Se miraron entre
ellos en silencio, hasta que uno de los religiosos, el de mayor rango, llamado
don Julián, dijo:
–No hay tiempo que perder.
E hizo una señal a los pajes, que comenzaron a
desvestir al anciano y a colocarle las ropas que habían traído.
–¿Será suficiente, excelencia? –preguntó uno de los
hombres armados.
–Funcionó con Paulo y funcionará con Wamba –contestó
el religioso, cruzando las manos bajo las mangas de su hábito–. No temas,
Ervigio. En pocos días serás rey.
Ervigio contempló satisfecho y en silencio cómo
vestían al inerte Wamba. Uno de los pajes humedeció la navaja y comenzó a
rasurar la canosa cabeza.
El sol caía con fuerza sobre Pampliega. Un dinamismo
inusual se percibía entre los monjes de San Vicente. Don Julián apareció,
vestido de blanco, bajo los arcos del claustro. Buscó con la mirada entre los
hombres que por allí pululaban, pero aquel a quien buscaba no se encontraba en
ese patio. Salió del recinto y caminó hacia el bosque. Allí, sentado en las
raíces de un castaño, se encontraba el anciano Wamba.
–Terminemos con esto –dijo don Julián, y extendió un
pergamino hacia las manos del otro.
Wamba tomó con decisión el documento. Sonreía al
imponer su rúbrica al pie de un extenso texto que no se detuvo a leer. Dijo,
mientras se pasaba la mano desde la frente a la coronilla tonsurada:
–Ya no pesa… Ya no siento el óleo que tú mismo
impusiste un día sobre este arrugado cráneo. Ya no pesa…
Don Julián envolvió el pergamino y lo escondió en la
manga. Dio media vuelta y se encaminó hacia el monasterio. Trató de centrarse
en los quehaceres que le aguardaban en Toledo, pero le turbaba el sonido de la
risa atragantada que dejaba a sus espaldas.
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