martes, 28 de septiembre de 2021

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El anciano rey movía un fino hueso de un lado al otro del plato. Un joven y delgado paje, de pie junto a la puerta cerrada, lo observaba. Este, llamado Braulio, pensaba en la expresión del rostro del viejo, que transmitía cierta melancolía y quizá resignación. Se hacía tarde. Llevaba dos horas escanciando vino de una jarra de barro que había preparado como le habían ordenado que lo hiciera. Pero el rey no se dormía, y sus suspiros de viejo triste lo empezaban a exasperar.

De pronto, escuchó tres golpes suaves en la madera de la puerta. Alguien, en el pasillo, también comenzaba a impacientarse. Braulio decidió actuar.

–¿Le sirvo más vino, majestad? –preguntó, pero antes de recibir respuesta corrió a por la jarra de barro. Rellenó la regia copa y se retiró a su puesto con una reverencia. No comprendía cómo seguía despierto. Dos horas duraba ya la cena del monarca, de las cuales una la había pasado con el hueso en la mano, observándolo con minuciosidad, como si fuera la reliquia de San Antolín. Suspiraba y cabeceaba, sin llegar a caer inconsciente. A veces balbuceaba frases que Braulio no se esforzaba por comprender; otras, sencillamente, agitaba la copa para pedir más vino.

Una vez más, Braulio vio cómo el viejo se llevó a los labios el oscuro caldo, dando un largo sorbo, y cómo una fina línea del líquido le resbaló por la barbilla. Tras el profuso trago, se dirigió al paje, esta vez articulando las palabras:

–¿Recuerdas, Braulio –dijo, arrastrando las erres– cómo llegó Paulo a Toledo?

–Lo recuerdo, majestad –contestó el paje, que no tenía ganas de conversar, pero debía evitar sospechas.

–Qué extraño –continuó el viejo– ¿acaso estabas allí?

–Sí, majestad. ¿No lo recuerda? Yo os acompañaba. Aún era un niño.

–¿Recuerdas –volvió a preguntar, interrumpiendo a Braulio– cómo lo paseamos por la ciudad, desnudo y afeitado?

–Sí, majestad –contestó, sombrío, el paje.

–Lo coronamos como el traidor que era –dijo, entre riendo y tosiendo–, con una raspa de pescado. ¡Cómo apestaba!

Braulio escuchaba y miraba, expectante. Observaba cómo se balanceaba el encogido cuerpo del anciano, envuelto en una túnica gris; sus torpes movimientos de manos sobre la mesa, la risa entrecortada por la tos, las gotas de sudor sobre su frente… Sintió cómo el cansancio se apoderaba de sus ojos, entrecerrándolos; la caldeada atmósfera de la estancia lo acunaba, pero entonces descubrió la penetrante mirada de su amo sobre sus ojos. Parecía sereno. Había aplacado la tos y ya no reía.

–¿Recuerdas, Braulio, adónde lo enviamos? –preguntó.

–¿A don Paulo, majestad? –respondió el paje–. A un monasterio en la Gallaecia.

–Sí, es cierto… –murmuró el rey–. Le envidio, ¿sabes, Braulio?

Braulio lo miró, sorprendido, pero no dijo nada.

–Envidio a ese traidor de Paulo –continuó el viejo–. Desde que fijamos su destino allí en Toledo. Desde que nos decidimos enviarlo a la Gallaecia, apartarlo de nuestro camino. Lo envidio, aunque sea pecado mortal.

–Mi señor Wamba, ¿por qué dice eso? –dijo Braulio.

–Y el pobre desgraciado bramaba, ¡cómo bramaba!, mientras le arrastrábamos a aquel monasterio…

La cabeza del anciano Wamba fue inclinándose sobre la mesa. Su voz fue apagándose conforme se cerraban sus ojos. Al fin, se quedó dormido. El paje se acercó con cuidado a comprobar que de verdad estaba inconsciente. Así era, así que acudió a la puerta, la abrió y avisó a quienes esperaban en el pasillo.

Dos hombres armados, dos religiosos y tres pajes entraron. Estos últimos depositaron sobre la mesa un atadijo de tela oscura, un balde con agua y una navaja afilada. Los otros cuatro rodearon al durmiente monarca y, muy quietos, lo observaron durante un instante. Se miraron entre ellos en silencio, hasta que uno de los religiosos, el de mayor rango, llamado don Julián, dijo:

–No hay tiempo que perder.

E hizo una señal a los pajes, que comenzaron a desvestir al anciano y a colocarle las ropas que habían traído.

–¿Será suficiente, excelencia? –preguntó uno de los hombres armados.

–Funcionó con Paulo y funcionará con Wamba –contestó el religioso, cruzando las manos bajo las mangas de su hábito–. No temas, Ervigio. En pocos días serás rey.

Ervigio contempló satisfecho y en silencio cómo vestían al inerte Wamba. Uno de los pajes humedeció la navaja y comenzó a rasurar la canosa cabeza.

 

El sol caía con fuerza sobre Pampliega. Un dinamismo inusual se percibía entre los monjes de San Vicente. Don Julián apareció, vestido de blanco, bajo los arcos del claustro. Buscó con la mirada entre los hombres que por allí pululaban, pero aquel a quien buscaba no se encontraba en ese patio. Salió del recinto y caminó hacia el bosque. Allí, sentado en las raíces de un castaño, se encontraba el anciano Wamba.

–Terminemos con esto –dijo don Julián, y extendió un pergamino hacia las manos del otro.

Wamba tomó con decisión el documento. Sonreía al imponer su rúbrica al pie de un extenso texto que no se detuvo a leer. Dijo, mientras se pasaba la mano desde la frente a la coronilla tonsurada:

–Ya no pesa… Ya no siento el óleo que tú mismo impusiste un día sobre este arrugado cráneo. Ya no pesa…

Don Julián envolvió el pergamino y lo escondió en la manga. Dio media vuelta y se encaminó hacia el monasterio. Trató de centrarse en los quehaceres que le aguardaban en Toledo, pero le turbaba el sonido de la risa atragantada que dejaba a sus espaldas.

 

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