jueves, 20 de junio de 2019

Dos de la infancia



LA PALOMA

Una paloma
bajo un arbusto
seco.
¿Qué presagia
esta imagen recurrente
estos días de verano
adelantado?
Hay niños que las acogen
moribundas,
les hacen un hueco
en una caja
y rebuscan torpes
en la cocina
un poco de agua, algo
de alimento.
Ofrecen tiempo al ave.
Prueban su cariño
con ella.
Pero su pecho blando
de plumas,
y su cuerpo encogido
todo,
despacio se para.
Mamá lo descubre
y dice
ya estaba ciega.
No engañan
las oscuras cuencas
de sus ojos.



LAS ORUGAS

Tarde en un pinar oscuro. Las copas
de los bajos árboles atravesadas
por la luz del sol otoñal.
Mientras los adultos discuten
de no sé qué sobre los vacíos platos
del puchero, nosotros escarbamos
la tierra, y entre agujas, orugas
procesionarias, de una fealdad atrayente,
junto a tapones de plástico sucios
y junto a una carretera transitada.
Esta misma carretera observo
por la noche por mi ventana, porque
el pasar de los coches me adormece
aunque pueda ver también las flacas
putas con el dedo pulgar levantado
y turbe mi pensar niño con posibles
mundos oscuros más allá de los muros
del cementerio. El rumor de las orugas
se vuelve ensordecedor, procesionando
entre jeringuillas clavadas al pie
de los pinos. La luz azul de la guardia
civil parando junto a la acera
para exigir paz entre dos que discuten
en portugués y polaco, porque han despertado
a mis vecinos y este mísero paisaje
ya no es más mi extraña nana privada.
Cuando me duermo sueño que tengo
diez u once años, que veo asomar el pie
de un bebé de su carro, su madre
ha confiado en mí para cuidarle
y yo hiervo en deseos de pellizcar
los dedos hasta despertar su llanto.
Rumor de orugas procesionarias
detrás de mis orejas.



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